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Hispanic literature

Itzqueye

Itzqueye, a short story by Juan de Dios Maya Avila

Itzqueye

Juan de Dios Maya Avila

Treinta años de sortear guerrillas y golpes de estado, de recorrer veredas, montañas, rancherías. Treinta años en que Surlan Spinoza asaltó templos, sobornó párrocos y adecuó su escrúpulo ante la ignorancia de ese pueblo que pretendía olvidar el pasado remoto pero aún hiriente. Treinta años para recabar lo que sería la pinacoteca virreinal de aquel país centroamericano hundido en la violencia y la sangre.

A pesar de los obstáculos, Surlan consiguió un centenar de cuadros y dibujos. En esa colección, dicen, se contaban obras de los mexicanos José de Ibarra y Baltasar de Echave Ibía; algunos bocetos de Jerónimo Cosida, aragonés del xvi, y una trinidad trifásica de Gregorio Vásquez Arce y Cevallos distinta a la que se puede apreciar en Bogotá—, de la cual nos quedan solamente un par de fotografías. Incluso, aunque rompiendo con el conjunto, Spinoza presumía dos oleos de Salarrué: un singular Cristo negro y el único retrato conocido de San Uraco de la Selva.

            Pues bien, llegó el día en que los grupos insurrectos declinaron las armas a favor del gobierno imperante. En aquella nación, se experimentó una tensa calma. Mucha gente, entre ellos algunos exiliados, regresó a sus hogares sin temer represalias. Surlan Spinoza, a quien el estado mal que bien le siguió la pista en sus correrías, consiguió le donaran un predio en las calles contiguas a la plaza de armas de Suchitoto. Una finca muy bella. En las ventanas y en los arcos se podía adivinar cierta influencia de arquitectura pípil; a mitad del patio central, dominando “el cielo” de esa finca, se alzaba una ceiba de cinco siglos donde los antiguos pobladores ofrendaron corazones de niños a Itzqueye, la otra Serpiente Emplumada, arcaica Lloradora de sangre. El pípil que ayudó a Spinoza con la mudanza de las pinturas, al ver la ceiba erguida y soberbia, recorrió con la mirada de la raíz a la copa y musitó el nombre antiguo: Itzqueye. Al académico Spinoza aquella confesión tan sincera le produjo sensaciones de orgullo.

A mediados de año, Surlan ya estaba instalado en el inmueble. El presidente de la república y el secretario de cultura prometieron inaugurar el museo en la víspera, sensibles a la importancia de aquella colección. Algunos sectores del clero respingaron al principio. Una buena parte de esas obras, dijeron, eran robadas y pertenecían a templos ahora despojados. Por supuesto no duró su protesta. Recularon: cosa de repartir utilidades en las altas curias para tenerlos contentos. De cualquier forma, a la población ni le inmutaba la existencia de ese museo. Los pocos intelectuales presumían de socialistas y aplaudieron la confiscación de bienes a la iglesia. Inmejorable era la ocasión para celebrar aquel evento histórico. El académico Spinoza podría descansar un poco, al fin.

Bien entrada la noche, a pesar de las nubes densas, la luna llena penetró el velo un instante y esa poca luz disipó un tanto las tinieblas que se acentuaban en la selva, en las olas del lago, en la sierra, de donde provenían los bramidos de la tormenta anunciada a relampagazos.

Unos momentos después el brillo lunar se apagó y comenzó la tromba.

Los pípiles de los suburbios la intuyeron. También para ellos resultó demasiado tarde. Poco antes de la madrugada el desastre llegó con fuerza a Suchitoto. Las calles se hicieron ríos que conducían en sus vertientes ramas, muebles, lechones, quizá algún niño. El viento tumbó postes, arrancó techumbres de las casas.

Surlan vigiló por la ventana: dos de sus criados intentaban sacar el agua que comenzó a filtrarse al patio. En las cercanías escuchó el sonido de una ambulancia que cruzó rauda, con su griterío de hienas, frente a la finca. Tal vez alguien había muerto en el vecindario. ¿Por qué no terminaba de irse?, pensó Surlan. Su mirada fija en el patio. Se tapó los oídos, abrió la boca, alcanzó a escuchar un crujido salvaje que sonó como el roar atigrado del tecuán. Frotó el vidrio empañado para cerciorarse de su sospecha y sí, allí estaba, tambaleándose Itzqueye. Sus ramas oscilaban peligrosamente por encima de la bodega donde los cuadros seguían esperando a ser exhibidos. El aire apretó y la ceiba, con sus quinientos años encima y a pesar de los cráneos sacrificados que le protegían del infortunio, se rajó del tronco y cayó sobre la finca. De suerte la ambulancia andaba cerca apoyando a los damnificados, sino, Surlan Spinoza hubiera muerto por la severidad de sus heridas. La colección se perdió casi del todo. Los Cosida agujerados entre los troncos, La Virgen de Echave chorreando agua cual si fueran un mar de lágrimas y aquella trinidad que tuvo tres caras se quedó sin ninguna ni cuerpo ni nada. Así sucedió con el resto de las pinturas; acaso se salvarían unas cuantas sometiéndolas a un laborioso trabajo de restauración.

Pero atrás se dijo que la colección se perdió “casi del todo”: insólitamente los dos minúsculos cuadros de Salarrué, El cristo negro y San Uraco, quedaron sobre sendos caballetes, intactos.


Juan de Dios Maya Avila

Juan de Dios Maya Avila (Tepotzotlán, 1980) Egresado de la Universidad Autónoma Metropolitana. Ha colaborado en diversas revistas, diarios y antologías literarias nacionales e internacionales. Miembro del consejo editorial de la revista El Burak, también formó parte de la redacción del suplemento de libros Hoja por Hoja. Becario de la Fundación para las Letras Mexicanas en los periodos 2006-2007 y 2007-2008. Ganó el Concurso Internacional de Cuento, Mito y Leyenda Andrés Henestrosa 2012 con la obra La venganza de los aztecas (mitos y profecías) misma que publicó la Secretaría de Cultura de Oaxaca y que en 2018 fuera traducida parcialmente por la Texas A&M International University. Becario del Fondo para la Cultura y las Artes en el periodo 2015-2016. En 2018 la editorial Resistencia le publicó el libro de cuentos eróticos Soboma y Gonorra. Publicó la antología Érase un dios jorobado (Ediciones Periféricas, 2019). A finales del 2019 ganó el Concurso Latinoamericano de Cuento Edmundo Valadés con el cuento “Díptico disléxico”. En 2020 publica el libro de crónicas El Jorobado de Tepotzotlán (Literatelia, 2020). Es titular de la columna Canaimera en la revista guatemalteca El Camaléon.