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Dolar-city (ESP)

A short story by Boris Differ.

Dolar-city

Boris Differ

Existía en un país muy lejano una ciudad, del nombre de un rio entre piedras que todos han olvidado – luego supe que fue entubado – cuya extensión nadie había podido medir ni tampoco su población, que, sin duda, podía rivalizar con cualquier otra metrópolis en el mundo. Esta ciudad tenía algo muy peculiar que la volvía única. No tenía nombre propio y sus habitantes la llamaban “Dolarcity”, derivando en el gentilicio: los dolarcitos. Al foráneo que le tocaba visitar o quedarse un tiempo en la ciudad tenía derecho a ser el observador privilegiado del espectáculo que se producía cada día en la urbe. Fui uno de ellos y trataré de retratar lo mejor posible lo que he podido observar en ese par de días de estancia y espero que permita al lector forjarse su propia idea del ambiente de este lugar peculiar y peligroso y de las costumbres de sus habitantes extravagantes.
Había llegado un día de abril para unos negocios míos en la ciudad por vía aérea. El aeropuerto estaba ubicado a 17 kilómetros de la ciudad y no estaba vinculado por ningún tipo de transporte público o colectivo a la zona metropolitana. Aparte de poseer su propio coche o alquilar uno, había un servicio de taxi que cobrada el triple del precio normal para llevarle a la ciudad. En este momento, estando un poco confuso y cansado por el viaje aceptée pagar el precio para llegar a la brevedad a mi hotel en el centro de la ciudad. A primera vista siempre me ha parecido increíble la cantidad de dolarcitos armados en todas partes de la ciudad incluido el aeropuerto, casi tantos, o más como la población civil. La cantidad de camionetas “pick up” llenas de hombres armados enmascarados al kilómetro cuadrado era la más alta que he visto jamás. No se podía distinguir las unas de las otras más que por unas letras mal pintadas, una de la policía, una del ejército, una de la “plaza*” come dicen aquí. Todos iguales. Este despliegue militar increíble contrastaba con la absoluta inseguridad de la ciudad. De hecho, a partir de ahí empecé a comprender que estas contradicciones estaban vinculadas de alguna manera. Todo en esta ciudad funcionaba al revés del sentido común y la razón. El chofer de taxi puso mis maletas amarradas en el techo, en lugar de su maletera donde quedaban perfectamente. Una pregunta de mi parte con respecto a la incoherencia del hecho solo le hizo gruñir.
En la carretera hacia la ciudad pude descubrir la lógica por lo menos peculiar de esos dolarcitos para manejar. El carril izquierdo iba más lento, mientras el derecho iba más rápido. Los camiones y tráilerstráileres que normalmente debían ir a la derecha, estaban en el carril de en medio e inclusive en el izquierdo cuando iban más rápido. Hecho curioso: los dolarcitos no se preocupaban por poner direccionales o fijarse para cambiar de carril. En realidad, no se preocupaban por cualquier señal o regla convencional que acostumbramos normalmente en estas circunstancias. Solo miraban hacia adelante. El resto era improvisado. Cada instante era como jugar a la ruleta rusa, en cualquier momento podíamos chocar. Era como si los adultos hubieran dejado sus coches a unos adolescentes puertos que manejaban como en Grand Theft Auto. Antes de llegar al hotel vimos unos cinco choques incluyendo dos camionetas totalmente volteadas. La industria de los seguros prosperaba aquí como en ninguna otra parte. En el hotel la recepción estaba en el restaurante que era a la vez buffet, todos venían aquí a comer excepto los huéspedes en el hotel. Así, entendí por qué cuando pregunté si podía comer aquí, la recepcionista me solicitó una lista de papeles más larga que el escritorio y cada día los requisitos cambiaban según el humor de la persona en turno. Afuera estaba una tienda especializada en resolver los trámites administrativos, claro por un buen precio. Mejor me fui al bistró de enfrente, aunque la comida era de dudosa procedencia. El mesero me aventó el plató con desprecio sobre la mesa, faltaban las papas fritas. Me atreví a reclamarlas, pero solo me gané unos cuantos gruñidos. Aquí los meseros eran los reyes, no los clientes. Y la cuenta llevaba incluido los sentimientos encontrados de mi mesero. Lo curioso es que, aparte pedía la propina. No le llegaba a la mente que podía estar disgustado por su mal servicio. Pero según los estándares dolarcitos, era más que correcto.
Salí del restaurante como un ladrón y tomé el tren eléctrico para ir a mi cita. Pensé que me permitiría evitar el alboroto de las calles. No podía estar más equivocado. Pagar el boleto se volvió todo un rompe-cabezas. Había cuatro máquinas de cada lado del pasillo. Compré el boleto en una de las maquinas al azar, pues eran todas iguales y cuando pasé al torniquete la maquina me mostró un mensaje de error. Volví a poner el boleto varias veces y me lo regreso cada vez. Entonces pregunté a uno de los guardias por el problema y me contestó que no debía estar en el buen torniquete pues cada máquina de boleto funcionaba para un solo torniquete. Le pregunté que como se podía saber cuál torniquete era el bueno. Sonrió y me contestó que probara con todos. Era parte del desdén dolarcito por cualquier cosa pública o colectiva. Siempre se arreglaban para que fuera una pesadilla. Después de unos minutos pude subirme al tren. Por una razón extraña el chofer pitóo cinco veces al entrar. Nunca supe por quée, pero supuse que era parte de este gusto que tenían los dolarcitos por causar estruendo arbitrariamente. Llegando a mi destino salí del tren, solo tenía que cruzar la avenida para llegar al edificio. Cuando se puso el semáforo rojo empecé a atravesar el carril cuando un par de coches pasar zumbando y pitándome. Me eche hacia atrás cayendo en la banqueta. Pasando el último coche, el conductor bajó el vidrio para insultarme. ¡Al parecer era yo el que había cometido una falta! Ya que los coches por fin se habían parado atravesé corriendo el carril para llegar al otro lado y entrar en el edificio. Después de la cita opté por dar un paseo en el centro “histórico”. No había nada que ver, ni tampoco ningún souvenir que llevar. Esta gente tenía un desinterés absoluto por la historia de su ciudad, sí es que tuviera una, y hasta del propio turismo. No les gustaba recibir foráneos y no se privaban del gusto de mostrárselos. Por todo el centro, la ciudad estaba repletada de tiendas que se parecían todas con la misma variación de nombres, Dólar-City, que le dio el nombre a la ciudad, Dólar-Store, Dólar-Market, o mejor Dólar-Dólar. Ofrecían la misma mercancía mala con los mismos precios. Por supuesto todos pretendían ser las más baratas con los mejores productos. Los dolarcitos pasaban sus días ahí haciendo “shopping”. Las mismas tiendas, pero en versión gigantesca se encontraban en toda la periferia de la ciudad. Claro es que solo se llegaba ahí en coche.
Preferí regresar al hotel y quedarme en mi habitación hasta el día siguiente para evitar cualquier incidente. En la mañana salí por un desayuno. En un cruce de avenidas esperaba el semáforo rojo para atravesar cuando fui testigo del accidente más absurdo que me ha tocado ver en mi vida. El flujo de los coches era constante y denso. Cuando una ambulancia se acercó del cruce por el lado donde estaba el semáforo rojo, los coches empezaron a detenerse para dejarla cruzar cuando un coche gris, debía ser un Dodge, empezó a atravesar el cruce justo cuando pasaba la ambulancia. Por fin, esta última frenó un poco lo cual fue aprovechado por el mono en el Dodge para acelerar con el objetivo de pasar a toda costa. Pero como la ambulancia todavía avanzaba, los dos chocaron en un estruendo espantoso. Voló una parte de la carrocería y cayó uno de los pasajeros de la ambulancia en la calle. Todos los demás coches empezaron a pitar en protesta y en lugar de pararse para ayudar a las víctimas empezaron a pasar rodeando el accidente. Me quede con la boca abierta un tiempo. No podía ayudar, dado que la ambulancia estaba rodeada de coches. Decidí alejarme y desayunar de todos modos antes de preparar mis maletas para mi vuelo de regreso. En camino hacia el hotel ya no volví a ver nada del accidente. Pero se seguía escuchando las alarmas de las ambulancias en toda la ciudad. No paraban de ir y venir con todos los accidentes graves o leves que ocurrían todo el tiempo. Tomé un taxi que había marcado por teléfono por cuenta propia que, cuando llegó, pitó varias veces hasta que lo abordé. Otra costumbre rara de aquí. Los dolarcitos pitaban sin parar hasta que llegara la gente que esperaban. Parecían infantes a quien se les hubiera regalado uno de estos juguetes que hacen ruido cuando se agitan o aprietan, las sonajas.
En la carretera de retorno al aeropuerto fui testigo de una escena horrible saliendo de la ciudad. Estaban paradas unas camionetas de lo que parecía ser la policía local. Se veían manchas de sangre y pude apercibir por un momento breve en que pasamos unos sacos largos que tenían la forma de cadáveres. Lo curioso es que no había nadie excepto los monos armados. La muchedumbre se encontraba más adelante. Estaban rodeando lo que era un cadáver de perro. Al parecer les conmovía más la muerte del animal de la de sus propios congéneres al lado. Durante el despegue, eché un último vistazo hacia abajo, hacia la ciudad y la región alrededor. Estaba envuelta en una espesa niebla de contaminación, lentamente, poco a poco despareció de mi vista como si nunca hubiera existido.

*El nombre común para el cartel.

Boris Differ

Boris Differ (France) is a writer and an academic. Holds a doctorate in Modern History. His academic and literary work is concerned with the history of Mexico and its modern problems.

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