Golpe sobre golpe
Daniel Zetina
Comenzó a golpearme en medio de la sala porque algo le salió mal en la cocina. Fue una casualidad: mi madre salía enfurecida cuando me crucé en su camino. Su comida era pésima y con frecuencia los trastes o la estufa la hacían enojar. ¿Por qué no los golpeaba a ellos? Como no tenía un plan, me dio con el cucharón que llevaba en la mano derecha. Fue un acto reflejo. Los golpes caían sobre mi cabeza sin ton ni son. Con el puño izquierdo me daba en el hombro, el cuello y el brazo. Yo retrocedía desconcertado. En un momento cambió el cucharón por una regla de aluminio que alguien había olvidado en el mueble de la televisión. Me dio a placer en los antebrazos y en donde pudo.
De pronto, algo tronó en la cocina, a sus espaldas. Quizás mi hermana María dejó caer un traste (craso error), o se había reventado la olla exprés (que nadie sabía usar), o explotó una tubería. Nunca supe qué pasó. Solo vi su reacción. Dejó de apalearme, volteó y volvió a la cocina enfurecida. En su camino, aventó la regla bajo las escaleras.
Tundió a María por largos minutos, entre insultos y escupitajos. Debió golpearla con una sartén, una cacerola o una tabla de picar. Le reventó varias tazas de cerámica en alguna parte del cuerpo. Me quedé congelado. Los alaridos de María me espabilaron. Avancé por el comedor. No me atreví a asomarme a la cocina. No quería ver aquella golpiza. Nadie puede acostumbrarse a ese tipo de violencia, es algo antinatural.
Sobre la mesa del comedor, entre restos de comida y frascos de especies sin etiqueta, había un cuchillo cebollero, el más grande de la casa. Lo agarré con ambas manos. En automático, ahora sí fui hacia la cocina. En el piso, mi madre le daba duro a María con un rodillo. Dirigía los golpes en especial a sus pechos. María ya había silenciado sus gritos. Se dejó vencer de nuevo, como cada vez. No había remedio. Sin lágrimas en los ojos y con la cara enrojecida recibía el correctivo por un error que no había cometido. A pesar de que apretaba sus brazos contra el cuerpo, el rodillo alcanzaba sus pechos. Un golpe desviado dio en su boca y le floreó los labios. Mañana en la escuela la mirarían raro de nuevo.
Avancé hacia ellas, sin pensar. María no parecía verme. Estaba absorta. La hoja del cuchillo quedó a centímetros del monstruo. Bastaba que diera un paso y hundiera el metal sobre su espalda. A pesar de mis diez años y mi desnutrición, me sentí con el valor y la fuerza para hacerlo. La rabia me ofrecía el coraje adicional para por fin cumplir mi más anhelada fantasía.
Ella debía morir. Así tenía que ser. María me apoyaría en caso de que la policía nos detuviera. Les diría que había entrado un ladrón, que nuestra madre nos había defendido y que la mataron ante nosotros. O que la mató mi padre, después de volver ebrio del trabajo. No desconfiarían de dos niños sucios, debiluchos. En el peor de los casos, yo iría a la cárcel y María se salvaría. Si guardaba silencio, lograría su libertad. También podría acusarme de todo, con justa razón, así no quedarían manchas en su conciencia. Como fuera, yo saldría pronto. Había visto en las noticias el caso de un niño a quien solo le dieron tres años en la correccional por haber asesinado a un compañero que lo molestaba. Tres años sería tiempo suficiente para olvidar el rostro de mi madre muerta. Además, yo no era un asesino, sino un niño enclenque.
Estaba a punto de cumplir la venganza cuando el mismo pánico de minutos antes, el terror de siempre, me paralizó una vez más. La adrenalina en mi cuerpo no fue suficiente para consumar el acto furtivo que el destino me había otorgado. Pensé que si la mataba mamá me golpearía el resto de mi vida y esa idea nubló mi mente. Cada vez que nos disciplinaba yo tenía miedo de que aquello no acabara nunca.
Tenía demasiada experiencia como conejillo de indias de sus experimentaciones más refinadas de sevicia. Era irracional, más que eso. “Sevicia, sevicia”, repetía en mi mente desde que conocí el término. Nunca pude ni podré adivinar de qué se vengaba, qué pretendía hacernos pagar con sus amorosos castigos.
Avancé en reversa con el cuchillo al frente. Fui llevándolo hacia lo alto. Volví a la sala. “Es el final”, pensé.
—Es el final —dije en voz baja.
Con las manos temblorosas, sudando ya de todo el cuerpo, bajé el arma e invertí su filo. Lo puse en mi pecho, a la altura del esternón. Luego lo llevé hacia abajo, a la boca del estómago. Ni siquiera pensé en buscar el sitio indicado para el corazón. “Es mi final”. Las lágrimas y el sudor caían sobre los moretones de mis brazos y en el piso de linóleo verde. El mundo enmudeció a mi alrededor. “Es nuestro final”. Ni el estridente ruido de la avenida entraba por mis oídos. “El final”. El metal comenzó a entrar en mi cuerpo, apenas una pequeña puntita, cuando de pronto:
—¡Qué chingados haces! ¡Dame ese puto chuchillo, imbécil!
No se lo di, me lo arrebató. Comenzó a vapulearme de nuevo, no sé con qué, pero no se detuvo nunca, nunca, nunca, nunca, nunca, nunca, nunca, nunca, nunca, nunca, nunca, nunca, nunca, nunca, nunca, nunca, nunca, sevicia, nunca, nunca, nunca, nunca, nunca, nunca, nunca, nunca, nunca, nunca, nunca, nunca, nunca, nunca, nunca, nunca, nunca, sevicia, nunca, nunca, nunca, nunca, nunca, nunca, nunca, nunca, nunca, nunca, nunca, nunca, nunca, nunca, nunca, nunca, nunca, nunca, sevicia, nunca, nunca, nunca, nunca, nunca, nunca, nunca, nunca, nunca, nunca, nunca, nunca, nunca, nunca, nunca, nunca, nunca, nunca, nunca, nunca,

Daniel Zetina (México)- Writer, editor, workshop facilitator. He has published 26 books in various genres. He has had scholarships and won prizes. His column Un escritor en problemas has been published on Fridays in La Unión de Morelos since 2019.
One reply on “Golpe sobre golpe”
I like it.