UN MOMENTO INVISIBLE
Sergio Gaut vel Hartman
—Espere. Quédese un momento más. —El hombre miró a la prostituta entre extrañado y sorprendido; había terminado de vestirse y le dio una pitada nerviosa al cigarrillo, como si el pedido hubiese sido algo extravagante o fuera de lugar.
—Ya te pagué, ¿no? ¿Para qué me voy a quedar?
—Solo un minuto. —Era la primera vez que le pedía eso a un cliente e ignoraba por qué lo estaba haciendo. Un impulso, un manotazo de ahogada, un intento desesperado por cambiar algo de lo inamovible—. Quédese un minuto más, no hace falta que haga nada.
El hombre tampoco supo por qué accedió, pero se sentó en el borde de la cama y pasó el minuto mirando su reloj de pulsera. Era un reloj barato.
—¿Ya está? —dijo cuando hubo transcurrido el minuto.
—Ya está —dijo ella—. Puede irse, si quiere.
El quinto cliente quiso saber.
—¿Para qué lo hace, chica? —Hablaba raro, con un acento duro, respetuoso y desconfiado a la vez. Pero no la había tratado con delicadeza; era tosco y torpe.
—Todavía no lo sé, señor. Con este son cinco.
—¿Cinco minutos, chica?
—Sí. —No le pareció apropiado agregar nada. El hombre permaneció de pie, en silencio; no miró el reloj; no usaba.
—¿Ya está? —dijo cuando creyó que había transcurrido el minuto. Eso era lo único que los igualaba a todos. Todos preguntaban “¿ya está?”. No importaba si tenían o no reloj.
—Ya está. Gracias —dijo ella.
El vigésimo tercero —en eso no hay discusión, porque ella contabilizaba escrupulosamente cada minuto obtenido y lo anotaba en una libreta de tapas rojas— era un experto lanzador de flechas, un arquero que participaba en competencias. Se sorprendió más que los otros, pero se mostró generoso.
—¿Un minuto? Podrían ser cinco o diez. Es muy agradable, no me molesta, para nada.
—¿Diez? —A ella le brillaron los ojos; no esperaba que alguien le diera diez minutos enteros voluntariamente.
—Diez, veinte, los que quieras; nadie me espera, no hago nada en la vida, más que disparar flechas y, a veces, estar con alguna muchacha bonita para…
—Diez está bien —dijo ella, aturdida por la generosidad del arquero.
—Supongo que querrás saberlo. El arquero, el arco, la flecha y el blanco son uno…
Ella no estaba interesada en aquel hombre y su arco, su flecha y el blanco que esperaba pacientemente ser atacado. Pero el arquero quería hablar de eso y continuó con su precisa, minuciosa e innecesaria explicación.
Gracias al arquero y a un anciano muy fino y elegante pudo completar la primera hora. El anciano no estaba a la altura de las circunstancias, pero de todos modos le obsequió media hora completa, en silencio. Solo le pidió que permaneciera desnuda, quieta, a lo que ella accedió sin chistar. Él pasó la media hora mirando un lunar que ella tenía entre los pechos; no los pezones o la vulva: el anciano miraba el lunar. Fue la primera vez que fue ella quien dijo “ya está”, y no fue una pregunta.
Había llegado el momento de averiguar qué significado tenía la hora completa que había obtenido. Era una hora virgen y absolutamente propia; no tenía que compartirla, ni siquiera tenía que mostrársela a nadie, aunque estaba casi segura de que ninguna de las personas que la rodeaban, sería capaz de percibir la textura sutil de esos sesenta minutos, la frágil trama que formaban los segundos, entrelazados como cristales de nieve. También se preguntaba si era prudente seguir acumulando tiempo o si, por el contrario, debía gastarlo antes de que estallara, como una pompa de jabón.
El regreso fue penoso, como siempre. La aguardaba la misma trama de gritos y reproches; el dinero, lo único que importaba en esa casa, pasó una vez más de sus manos a las de ellos. Pero eso era irrelevante y decidió no gastar el tiempo acumulado en esa dimensión marchita de su vida. Miró los muñones de papá y olió la agria borrachera de mamá como si ambos fueran los actores secundarios de un mal programa de televisión. Salió dando un portazo. Mamá se tambaleó, tratando de detenerla; papá ni siquiera eso.
Por una extraña coincidencia completó un día entero con el cliente número mil. Los últimos minutos se los obsequió un marinero liberiano con el que no pudo intercambiar ni una palabra. Pero el hombre entendió lo que ella necesitaba, como si una contigüidad natural con las cosas primordiales le permitiera prescindir de los signos. Fueron once minutos exactos y tuvo un día completo, su treintaidós de enero; un lapso fugitivo apresado gracias a un ardid incomprensible, una celada. Le pertenecía, era suyo, propio, y solo la inquietaba saber cuándo se animaría a gastarlo.
—Gracias —dijo ella.
Él movió la cabeza, le brillaron los ojos y se humedeció los labios con la lengua.
—Gracias —repitió, sin saber lo que decía. Hubiera sido una misteriosa maravilla conocerla sin que el dinero tomara parte del juego—. Gracias —repitió. Era una bella palabra que rodaba y chasqueaba como un pez atrapado en un anzuelo.
Ella sonrió y le abrió la puerta. Pero él no se fue. Sacó del bolsillo billetes de diferentes países y valores y con ellos escribió palabras dulces que significaban más o menos lo mismo en cualquier idioma.
—No puedo —dijo ella sacudiendo la cabeza—. He completado mi día. Ya no volveré a hacerlo.
Él juntó el dinero formando un ovillo y se lo metió en el bolsillo de nuevo; había entendido. Ella le tomó la mano y lo obligó a que le tocara los párpados húmedos.
—Thomas —dijo el marinero señalándose el pecho.
—Samantha —dijo ella; torció la boca y sacudió la cabeza—. No. No es cierto; me llamo Rosa.
—Rosa —repitió él arrastrando las sílabas hasta convertirlas en un sonido ventoso y áspero, seco como el soplo del aliento en una caña hueca.
—Debes irte; vete —dijo Rosa señalando la puerta. Thomas asintió tristemente. Dio dos pasos arrastrando los pies y asió el picaporte; empujó hacia abajo y giró la cabeza. En ese momento vio el día entero girando entre ondas y espirales de colores alrededor de Rosa. Ella trató de ocultar el día entre los pliegues de la blusa, pero descubrió que estaba desnuda. Demasiado tarde para todo, movió los brazos como aspas, como una mariposa atrapada en mermelada y cerró los ojos, invitando al marinero a hacer lo mismo.
Thomas pestañeó. Veía claramente el día extra que ella había conseguido. Era una abigarrada fusión de encajes y bordados; en los costados, cerca de los puntos en los que cada minuto se precipitaba en el siguiente, se veían los remaches dorados, con resaltes como garfios y discos apenas perceptibles que giraban a toda velocidad. El conjunto parecía una bestia maligna o por lo menos tortuosa, dispuesta a hacer cumplir su voluntad inexorable.
—¿Rosa? —Trató de avanzar y lo detuvo el brazo en alto de la muchacha.
—¡No lo toques!
—¿No? —Thomas, que además de afinidad con las esencias poseía la intuición de los viajeros, supo que ese lugar le estaba vedado; un marinero conoce los puertos prohibidos o de qué taberna saldrá con un tajo en la cara. No es no, rotundo, definitivo. Primero se detuvo y luego hizo un gesto indefinido, de desconcierto, o de prevención, pero Rosa no supo interpretarlo, creyó que la mano alzada, como tantas otras veces, se descargaría sobre su rostro y se cubrió con los brazos en cruz.
—¡No! —No es no. Él comprendió y giró como un trompo. Extendió el cuerpo a lo largo de los círculos concéntricos de una premonición brumosa y se hizo un ovillo. No podía expresar con palabras, palabras de otro idioma, que Rosa no hubiera entendido, que él también tenía un día intacto, construido con retazos de mareas, olas, tempestades. ¿Qué es, después de todo, lo que perseguimos a lo largo de toda una vida? Pero tampoco podía decirle que si los juntaban tendrían dos días perfectos, dos gemas que podrían fusionarse hasta perder su identidad y ser mucho más que el doble de sí mismos.
Rosa intuyó algo de eso, aunque no quiso arriesgarse; no debía exponer su día intacto a los azares de un aliento extraño. La complicada amalgama de espirales giró sobre sí misma para exponer los accesos a la brisa que soplaba desde el lejano mar, y le puso nombre a cada uno de los puntos que latía en la habitación. Un resplandor dorado brilló como las alas de un colibrí que se agitan a toda velocidad.
Thomas, perdido por perdido, convocó a sus amigos de las sombras, se vistió con los destellos de una juventud quebrada en un pueblo llamado Soboe, revivió los infortunios simétricos de un padre borracho y golpeador, una madre violada por los soldados durante una de tantas guerras. Nacer, en Liberia, es lo mismo que ser linchado por una turba sedienta de sangre en Glew o en algún lugar del Cáucaso. Entonces, perdido por perdido, creó un fulgor flexible, subterráneo, sabroso, la clase de materia que empollan en sus nidos las aves invisibles, lo cobijó en el hueco de la mano y lo clavó en el pecho de Rosa. Dijo algo en su lengua, una palabra de disculpa, capaz de expresar todo el amor del universo. Y mientras la mujer se desangraba, él encontró fuerzas para cortarse la yugular con el filo de una ola cultivada en un océano invisible. El tiempo, convencido de que aquel era el mejor final permitido por la historia personal de esos dos, sumó el día ganado de Rosa y el de Thomas, y luego los multiplicó por dos, por cuatro, por ocho, por infinito. Más tarde, mucho más tarde, salió de la habitación, la cerró con llave para siempre y la arrojó a las fauces de un dragón que pasaba casualmente por allí.

Sergio Daniel Gautvel Hartman is an Argentine writer, editor and anthologist. He had numerous books published, such as El universo de la ciencia ficción, Avatares de un escarabajo pelotero, El juego del tiempo. He was a finalist for the II Minotauro premio, the Ignotus premio, among others.