La cambiadora de páginas
Hugo Díaz
El ruido líquido se acrecentaba en los oídos. Era la primera vez que lo escuchaba tan temprano. El rumor, sumado al sueño de esa noche, anestesiaba la mañana y el cuerpo.
Logró llegar al baño. Abrió el grifo y con la pastilla en la lengua bebió agua. Se miró al espejo y al rato pudo traducir el efecto reconciliador en sus ojos. Se vistió.
Quiso ver algún rastro de lluvia en la calle, algunas gotas marcadas en el asfalto que la sosegaran por el momento, pero al salir, el sol del verano atacó su piel. Pisó la vereda seca y sucia.
En el consultorio del psiquiatra miró la hora en el reloj de pared, luego de hablar de lo sucedido esa mañana. Escuchó las preguntas del médico con algo de interferencia. Mintió cuando dijo que seguía el tratamiento con el analista. Había abandonado la terapia algunas semanas atrás, harta de hablar de su niñez con la figura aterradora de la madre, esa mujer estricta dedicada a su profesión de concertista de piano, que por las siestas de la infancia le enseñaba solfeo. Tampoco quería repetir lo mucho que sufrió al verle la cara de desaprobación después de brindar su primer concierto a los trece años; y que en la casa la obligó a estudiar y a practicar doble jornada. Agobiada de los fallidos ejercicios para superar el pánico escénico. El profesional firmó como una sentencia la receta con los detallados medicamentos y la dejó ir.
Salió de la farmacia. Empezó a caminar y el ruido parecía estar dentro de sus músculos ejerciendo pequeños choques eléctricos que subían a la cabeza.
En la puerta del edificio la aguardaba el muchacho que siempre llevaba una mirada urgente y gestos de amabilidad, sin embargo, su cuerpo era sostenido por la tristeza. Se llamaba Adrián, alumno de los días jueves. Ella dictaba clases de piano a los jóvenes del barrio y sábados por medio, a algunas señoras mayores.
La mujer ordenó al muchacho que se sentara al piano y repasara la clase anterior y se encaminó a la cocina. Abrió un cajón y sacó un cuchillo. Los opacos ojos recorrieron el filo y posó un dedo en la punta. Apurada se metió en el baño. Mirándose al espejo llevó el puñal a uno de sus oídos. Por detrás del ruido dejó de escuchar la melodía del alumno. Bajó la mano y esperó. Él le avisó que el teléfono celular sonaba sobre la mesa. Corrió y tomó el aparato. La voz del otro lado se deslizaba junto al ruido. Después de afirmar varias veces, colgó. Liberando un tono ensimismado dijo que era una propuesta de trabajo para un concierto en otra provincia. Adrián pidió más detalles y luego de escucharlos aseguró que en ese lugar había hermosos ríos y que no era malo continuar como cambiadora de páginas, luego titubeó expresiones de alegría que enseguida apagó.
En el cuarto de hotel repasó las partituras para el concierto, a esa acción la madre la llamaba: solidez cohesiva, nunca entendió bien por qué, pero ella a esos momentos los nombraba de la misma manera.
Observó que el vestido a punto de ponerse tenía un pliegue descosido. En su bolso de mano encontró aguja e hilo. Antes de dar la última puntada del zurcido sintió el pinchazo en el dedo. En el baño se lavó la sangre y experimentó una serenidad en los oídos. La abundante agua en las manos mermaba el ruido. Al instante la sobresaltaron golpes en la puerta junto a una voz que le avisaba que ya debía salir.
No la llevaron con los otros músicos como solía hacerse antes del concierto. La condujeron por recovecos hasta llegar a una especie de oficina del gran teatro. La mujer calculó que podían estar justo debajo del escenario, rumores de instrumentos afinándose se desprendían del techo. Un hombre gordo con la nariz de cirugía estética se presentó como Lorenzo Fernández, organizador, y estiró la mano en forma de saludo. Enseguida refirió que el pianista de esa noche había sufrido un accidente y no se presentaría. El director de orquesta había hablado muy bien de ella y todos pensaban que era la indicada para suplantarlo. No pronunció palabra, ni cuando el obeso agregó que tendría, también, una cambiadora de páginas.
El mismo hombre que la había conducido hasta la oficina de Fernández la dejaba en los bastidores momentos antes de entrar a escena. Comenzó a ver todo a su alrededor de una manera plana e insustancial. El zumbido en los oídos se acrecentaba. Trató de concentrarse en las palabras solidez cohesiva, pero no ejerció ningún efecto. Esperó los aplausos para el director y se sentó al piano.
La música devoraba de a poco el estruendo en los oídos. Por un instante se comprobó volátil.
A pesar de su concentración no pudo evitar la mirada desconcertada de la nueva cambiadora de páginas, como si una amenaza acechara por encima de sus hombros. Entonces sintió la espalda desnuda. Recordó que no había terminado de zurcir el vestido. El ruido se empecinó en pertenecer a todos los pensamientos. Aturdida se incorporó. Se sostuvo la parte de adelante de la prenda y abandonó el escenario con la cabeza gacha y pasos apretados. Afuera del teatro empezó a correr. No se detuvo hasta que llegó al río. El ruido daba el efecto de arderle en la piel con cada movimiento. Se descalzó y se metió al agua. Al segundo una especie de placidez empezaba a tomar las venas, la cabeza y el cuerpo entero. Se dejó llevar por la corriente. En medio de la penumbra supo que se acercaba a algo contundente, pero antes de chocarlo se bifurcó y pudo ver las dos caras de la roca.

Hugo Díaz-He studied Literature. He began his literary activity writing poetry. In the short story genre he has won prizes in different literary competitions such as first place in the IV contest Literatura de Relatos y Poesía, Barcelona 2021. First prize in the Nyctelios 2022 competition, Mexico.