La pelea
Rodrigo Urquiola Flores
Eran las diez de la noche del viernes, hora pico. Miraflores estaba repleto, así que decidimos cruzar el Puente de las Américas. Estábamos en la 6 de agosto, cerca de la plaza Abaroa. Varios minibuses atiborrados de gente nos habían ignorado. Mientras subíamos la avenida, extendimos las manos ante cualquier minibús que se dirigiera a la Zona Sur para probar suerte. Entonces, uno a Ovejuyo se detuvo frente a nosotros. ¡Qué suerte! Abrí la puerta. Solo había espacio para un pasajero de pie. Como mi hijo de doce años no ocupa tanto espacio podríamos acomodarnos en ese breve pasillo, pensé. Uno de los pasajeros se aprestaba a bajar. En eso llegó un tipo larguirucho, blancón, que se puso a hablarle a alguien de adentro. Tomó la puerta con la mano y, aprovechando que yo estaba más preocupado en cuidar que nadie lastimara a mi hijo, me ganó el lugar de acceso. Mientras pensaba cómo apartarlo de ahí, porque nosotros habíamos llegado primero y nos correspondía entrar antes, el pasajero que descendía, otro flaco blancón, que resultó ser conocido del larguirucho, me empujó. Dame campo pues, dijo. Me miraba directo a los ojos. Hice lo mismo. Sin parpadear. Me acerqué un medio paso. Se puso a mover los brazos como si estuviese dispuesto a dar el primer puñetazo. Me acerqué otro medio paso. Éramos dos animales midiéndose, olfateándose a través de los ojos que no se agachaban. Una disputa más por territorio. Busqué en el bolsillo la piedra que siempre llevo para espantar a los perros callejeros más agresivos de mi zona o a los eventuales ladrones y…
Tomá, hijo de puta, le grito. Qué mierda te crees. La piedra le da justo en la frente. A ver repetí eso de Dame campo pues. ¿Crees que le estás hablando a uno de tus sirvientes, señorito granputa? Los tiempos han cambiado, ¿no sabías, mierda? Se quita la chalina verde con el escudo de un cóndor sobre un balón de fútbol para limpiarse la sangre que chorrea de su herida. Sé lo que piensas, pero ya no tienes ánimos para decirlo, ¿no? Estos indios de mierda, esta gente sin educación. Dilo, cabrón. Tengo que soportar tu asqueroso pacto de clase hasta en el transporte público. No le tengas miedo a las leyes contra el racismo, que no te pienso denunciar, para qué, sin máscaras nos vemos mejor, podemos intentar saber quién es quién. Busca algo en sus bolsillos. Yo ya no tengo mi piedra. Seguro tienes una navajita por ahí, perro, creo que te he visto en el Quinto Centenario buscando quien te pueda vender droga. Caminas por todas partes hecho al pendejo, ¿no ve? Pero eres un pobre inútil que no sabe trabajar. Ya lo dijiste, ya me insultaste, así está mejor, para qué vamos a esconder lo que somos. Tomá. Que este puntazo en el estómago te enseñe a respetar a los demás. No me hablarías en ese tono de nenito malcriado si no te creyeras superior o si tuviéramos el mismo color de piel, ¿no? ¿Eso te enseñan tus papis? Se levanta del suelo. Aprovecha mi distracción y me planta un buen puñetazo en la nariz. ¿Quién dijo que los niños mimados no saben pelear? Mi hijo llora. Él también quiere golpear, he llegado demasiado lejos. Me arrepiento. Ya es muy tarde para dar marcha atrás. Mientras esquivo sus patadas torpes, resoplo para que la sangre deje de fluir de mis fosas nasales. Escupo hacia él. Lo ensucio. Me devuelve el escupitajo. Me ensucia. ¿Ahora somos iguales? Es su turno de insultarme. Indio resentido, negro. ¿Eso es lo único que se te ocurre decirme? ¿No te han enseñado más palabritas en tu colegio particular bilingüe? Asno qhara. Déjame encontrar otra piedra, que el primer golpe cobarde lo has dado tú, o tus viejos o tus abuelos o tus bisabuelos. Ladrones todos. Mira lo que le han hecho a este país. Y vos ni robar sabes. O le robarás a tus propios papis para comprarte tus vicios. Hijo de mil putas. Te diría jailón de mierda, pero se nota que ya ni en Calacoto vives. Nos acercamos. Estamos a punto de darnos un último golpe, quizás el definitivo, ahora que todos los insultos se nos han acabado y la rabia parece haberse desinflado, ambos puños estáticos en el aire, cuando, por fin, la gente aglomerada alrededor nos separa. ¡Policía!, grita alguien, ¡policía!
…y no pude encontrarla. Mi chamarra verde con el escudo de un cóndor sobre un balón de fútbol en el lado del corazón me recordó que había tirado la piedra antes de entrar al estadio. Mejor así. La selección boliviana jugaba un amistoso prenavideño y la entrada era un juguete para regalar a los niños pobres. El Hernando Siles se había llenado por completo. Por eso había tan pocos minibuses. El larguirucho entró al fondo, a ocupar el lugar que el otro había dejado libre. Bajó en San Miguel. Me puse de tal manera que obstruía la puerta para ver si este también me empujaba. Me escocían los nudillos por los golpes que no había podido dar. ¿Puedo pasar, por favor?, me dijo. Me hice a un lado sin problemas, pero todavía me costaba olvidar que, en la 6 de agosto, cuando mi hijo y yo ya estábamos acomodados en ese estrecho pasillo del minibús, y el vehículo avanzaba lento a través de la trancadera, las miradas enemigas, aun a través de la ventana, como la de los perros que están a punto de abalanzarse el uno sobre el otro, no se agachaban ni parpadeaban, no querían soltarse. Era un trance. Una pelea verdadera entre ciudadanos de dos naciones demasiado cercanas que nunca han dejado de estar en lucha. Es increíble que tantas cosas se puedan decir en tan profundo silencio.

Rodrigo Urquiola Flores (Bolivia) is the author of the novels Lluvia de piedra (2011), El sonido de la muralla (2015), and Reconstrucción (2019), as well as several short story collections and plays. His work has earned numerous awards, including the Marcelo Quiroga Santa Cruz Prize, the Carlos Montemayor Inter-American Prize, the Santa Cruz de la Sierra Prize, and the Adolfo Costa du Rels Prize. His stories appear in multiple national and international anthologies.